Faetón entró en el resplandeciente palacio y se
dirigió hacia el salón del trono. Al llegar se detuvo en el umbral, cegado por
el brillo de Helios, el dios Sol, quien vestido de púrpura, se encontraba
sentado en su trono de esmeraldas.
—Acércate, hijo mío —dijo Helios, el dios Sol. ¿Qué
te trae ante tu padre?
—preguntó Helios con dulzura.
—Vengo en busca de la verdad. ¿Es cierto que yo soy
tu hijo? —Respondió Faetón ––. Los muchachos en la escuela se ríen de mí y me
dicen que no lo soy, pero mi madre siempre me ha dicho que mi padre es el Sol.
— Climena tiene razón —dijo Helios—. La ninfa
Climena tuvo un hijo mío, y ese eres tú. Para probártelo te daré lo que me
pidas. Lo juro por Estigio, el río de las promesas solemnes.
—Padre, solo tengo un deseo. Quiero hacer lo que tú
haces cada mañana. Quiero conducir yo solo tu carro de fuego a través de los
cielos para convertir así la noche en día.
— ¡Oh, no! ––exclamó Helios—. ¡Eso no te lo puedo
permitir!
—Pero me lo prometiste...
— ¡Hablé con demasiada temeridad! ¡Quieran los
dioses dejarme retirar mi promesa!
— ¡Ya es demasiado tarde, padre! —respondió Faetón.
—¡Sin
embargo, este es
el único deseo
que no puedo
concederte, hijo mío!
Es un viaje
demasiado peligroso y ¡ni
siquiera Júpiter, el más grande
de los dioses,
puede conducir mis
caballos alados, henchidos de
fuego! […]
Faetón solo le sonreía.
—Sé que podré hacer lo que tú haces, padre ––le
respondió.
––Al menos escucha mi consejo. Mantente en el camino
del medio. ¡No vires hacia el lado! No vayas ni muy alto ni muy bajo, porque
tanto el Cielo como la Tierra necesitan la misma cantidad de calor. Si subes
mucho, quemarás el Cielo, y si desciendes demasiado, quemarás la Tierra...
— ¡Así lo haré, padre! —gritó Faetón tomando las riendas
con orgullo, mientras los caballos relinchaban y pateaban el suelo. Súbitamente
los caballos arrancaron hacia el espacio infinito. El carro era tan liviano que
se bamboleaba para uno y otro lado. Los caballos se asustaron y galoparon más
rápidamente, hasta que sobrepasaron
la velocidad del
viento este. Faetón tiraba
con fuerza de
las riendas, pero no podía detenerlos. Enloquecido miraba
alrededor, pero no podía ver las huellas de las ruedas; ¡los caballos habían
abandonado el camino trillado!
Cuando Faetón miró hacia abajo y se dio cuenta de la
distancia que lo separaba de la Tierra, se sintió enfermo de pánico vio la
Tierra abrasada en llamas. Todo ardía como calentado al rojo vivo: los
desiertos, las lagunas de los bosques y las fuentes. Todos en la Tierra
trataban de escapar del gran incendio; los dioses de las profundidades e
incluso las ninfas en sus cavernas del fondo del mar sentían el calor
abrasador.
La Madre Tierra trataba de protegerse la frente
mientras se estremecía casi agónica. Rodeada de llamas y dirigiéndose a
Júpiter, el más grande de los dioses, gritó:
—¡Lanza
tu brillante rayo
ahora y termina
con este fuego
mortal causado por Faetón! Júpiter,
que había quedado
hipnotizado al ver
cómo las llamas lamían el mundo, se sacudió cuando vio
a la Madre Tierra cercana a la muerte. Hizo retumbar un trueno y luego,
extrayendo un rayo gigantesco de su frente, lo lanzó a través del espacio. La
centella golpeó el carro
del sol, destrozándole
ruedas y radios
y Faetón se desplomó
desde los cielos.
Durante un largo día lloró el Sol
a su hijo. Cuando Júpiter fue a visitar al dios Sol, lo encontró sentado en su
trono de esmeraldas, con
la cabeza inclinada,
inmóvil y apesadumbrada. Entonces
Júpiter ordenó a Helios
levantar la cabeza
y responder por qué
no había guiado
el carro de
oro. El dios Sol movió la cabeza
hacia otro lado.
— ¡Levántate, Helios! —tronó Júpiter. ¡No te culpes
más por la muerte de tu hijo! ¡Tienes que cumplir con tu trabajo! ¡El mundo
está esperándote!
El dios Sol exhaló un profundo suspiro y luego se
levantó lentamente de su
trono. Temblando de
pena, salió a paso lento del palacio. Sollozando, Helios
montó en su
brillante carro de oro,
y se colocó en
la frente la
corona de resplandecientes rayos
de sol; aquella misma que Faetón había usado. Luego,
las diosas Horas uncieron los cuatro corceles alados con tintineantes arneses;
y estos, en cuanto el dios Sol tomó firmemente las riendas
y las hizo
chasquear, se lanzaron al
infinito y soleado
cielo azul.
Mary Pope Osborne, Mitos griegos
(Torre de Papel)