jueves, 6 de noviembre de 2014
lunes, 3 de noviembre de 2014
jueves, 30 de octubre de 2014
viernes, 24 de octubre de 2014
miércoles, 22 de octubre de 2014
miércoles, 24 de septiembre de 2014
lunes, 15 de septiembre de 2014
jueves, 31 de julio de 2014
El carro del dios Sol
Faetón entró en el resplandeciente palacio y se
dirigió hacia el salón del trono. Al llegar se detuvo en el umbral, cegado por
el brillo de Helios, el dios Sol, quien vestido de púrpura, se encontraba
sentado en su trono de esmeraldas.
—Acércate, hijo mío —dijo Helios, el dios Sol. ¿Qué
te trae ante tu padre?
—preguntó Helios con dulzura.
—Vengo en busca de la verdad. ¿Es cierto que yo soy
tu hijo? —Respondió Faetón ––. Los muchachos en la escuela se ríen de mí y me
dicen que no lo soy, pero mi madre siempre me ha dicho que mi padre es el Sol.
— Climena tiene razón —dijo Helios—. La ninfa
Climena tuvo un hijo mío, y ese eres tú. Para probártelo te daré lo que me
pidas. Lo juro por Estigio, el río de las promesas solemnes.
—Padre, solo tengo un deseo. Quiero hacer lo que tú
haces cada mañana. Quiero conducir yo solo tu carro de fuego a través de los
cielos para convertir así la noche en día.
— ¡Oh, no! ––exclamó Helios—. ¡Eso no te lo puedo
permitir!
—Pero me lo prometiste...
— ¡Hablé con demasiada temeridad! ¡Quieran los
dioses dejarme retirar mi promesa!
— ¡Ya es demasiado tarde, padre! —respondió Faetón.
—¡Sin
embargo, este es
el único deseo
que no puedo
concederte, hijo mío!
Es un viaje
demasiado peligroso y ¡ni
siquiera Júpiter, el más grande
de los dioses,
puede conducir mis
caballos alados, henchidos de
fuego! […]
Faetón solo le sonreía.
—Sé que podré hacer lo que tú haces, padre ––le
respondió.
––Al menos escucha mi consejo. Mantente en el camino
del medio. ¡No vires hacia el lado! No vayas ni muy alto ni muy bajo, porque
tanto el Cielo como la Tierra necesitan la misma cantidad de calor. Si subes
mucho, quemarás el Cielo, y si desciendes demasiado, quemarás la Tierra...
— ¡Así lo haré, padre! —gritó Faetón tomando las riendas
con orgullo, mientras los caballos relinchaban y pateaban el suelo. Súbitamente
los caballos arrancaron hacia el espacio infinito. El carro era tan liviano que
se bamboleaba para uno y otro lado. Los caballos se asustaron y galoparon más
rápidamente, hasta que sobrepasaron
la velocidad del
viento este. Faetón tiraba
con fuerza de
las riendas, pero no podía detenerlos. Enloquecido miraba
alrededor, pero no podía ver las huellas de las ruedas; ¡los caballos habían
abandonado el camino trillado!
Cuando Faetón miró hacia abajo y se dio cuenta de la
distancia que lo separaba de la Tierra, se sintió enfermo de pánico vio la
Tierra abrasada en llamas. Todo ardía como calentado al rojo vivo: los
desiertos, las lagunas de los bosques y las fuentes. Todos en la Tierra
trataban de escapar del gran incendio; los dioses de las profundidades e
incluso las ninfas en sus cavernas del fondo del mar sentían el calor
abrasador.
La Madre Tierra trataba de protegerse la frente
mientras se estremecía casi agónica. Rodeada de llamas y dirigiéndose a
Júpiter, el más grande de los dioses, gritó:
—¡Lanza
tu brillante rayo
ahora y termina
con este fuego
mortal causado por Faetón! Júpiter,
que había quedado
hipnotizado al ver
cómo las llamas lamían el mundo, se sacudió cuando vio
a la Madre Tierra cercana a la muerte. Hizo retumbar un trueno y luego,
extrayendo un rayo gigantesco de su frente, lo lanzó a través del espacio. La
centella golpeó el carro
del sol, destrozándole
ruedas y radios
y Faetón se desplomó
desde los cielos.
Durante un largo día lloró el Sol
a su hijo. Cuando Júpiter fue a visitar al dios Sol, lo encontró sentado en su
trono de esmeraldas, con
la cabeza inclinada,
inmóvil y apesadumbrada. Entonces
Júpiter ordenó a Helios
levantar la cabeza
y responder por qué
no había guiado
el carro de
oro. El dios Sol movió la cabeza
hacia otro lado.
— ¡Levántate, Helios! —tronó Júpiter. ¡No te culpes
más por la muerte de tu hijo! ¡Tienes que cumplir con tu trabajo! ¡El mundo
está esperándote!
El dios Sol exhaló un profundo suspiro y luego se
levantó lentamente de su
trono. Temblando de
pena, salió a paso lento del palacio. Sollozando, Helios
montó en su
brillante carro de oro,
y se colocó en
la frente la
corona de resplandecientes rayos
de sol; aquella misma que Faetón había usado. Luego,
las diosas Horas uncieron los cuatro corceles alados con tintineantes arneses;
y estos, en cuanto el dios Sol tomó firmemente las riendas
y las hizo
chasquear, se lanzaron al
infinito y soleado
cielo azul.
Mary Pope Osborne, Mitos griegos
(Torre de Papel)
viernes, 9 de mayo de 2014
El loro pelado
El loro pelado
|
Había una vez una bandada
de loros que vivía en el monte.
De mañana temprano iban a comer choclos a la chacra, y de tarde comían
naranjas. Hacían gran barullo con sus gritos, y tenían siempre un loro de
centinela en los árboles más altos, para ver si venía alguien.
Los loros son tan dañinos como la langosta, porque abren los choclos
para picotearlos, los cuales, después, se pudren con la lluvia. Y como al mismo
tiempo los loros son ricos para comerlos guisados, los peones los cazan a
tiros.
Un día un hombre bajó de un tiro a un centinela, el que cayó herido y
peleó un buen rato antes de dejarse agarrar. El peón lo llevó a la casa, para
los hijos del patrón; los chicos lo curaron porque no tenía más que un ala
rota. El loro se curó bien, y se amansó completamente. Se llamaba Pedrito.
Aprendió a dar la pata; le gustaba estar en el hombro de las personas y con el
pico les hacía cosquillas en la oreja.
Vivía suelto, y pasaba casi todo el día en los naranjos y eucaliptos del
jardín. Le gustaba también burlarse de las gallinas. A las cuatro o cinco de la
tarde, que era la hora en que tomaban el té en la casa, el loro entraba también
en el comedor, y se subía con el pico y las patas por el mantel, a comer pan
mojado en leche. Tenía locura por el té con leche.
Tanto se daba Pedrito con los chicos, y tantas cosas le decían las
criaturas, que el loro aprendió a hablar. Decía "¡Buen día,
lorito!..." "¡Rica la papa!" "¡Papa para Pedrito!"
Decía otras cosas más que no se pueden decir porque los loros, como los chicos,
aprenden con gran facilidad malas palabras.
Cuando llovía, Pedrito se encrespaba y se contaba a sí mismo una porción
de cosas, muy bajito. Cuando el tiempo se componía, volaba entonces gritando
como un loco.
Era, como se ve, un loro bien feliz, que además de ser libre, como lo
deseaban todos los pájaros, tenía también, como las personas ricas, su five
o'clock tea.
Ahora bien: en medio de esta felicidad, sucedió que una tarde de lluvia
salió por fin el sol después de cinco días de temporal, y Pedrito se puso a
volar gritando:
–"¡Qué lindo día, lorito!... ¡Rica papa!... ¡La pata, Pedrito!
–volaba lejos, hasta que vio debajo de él, muy abajo, el río Paraná, que
parecía una lejana y ancha cinta blanca. Y siguió, siguió volando, hasta que se
asentó por fin en un árbol a descansar.
Y he aquí que de pronto vio brillar en el suelo, a través de las ramas,
dos luces verdes, como enormes bichos de luz.
–¿Qué será? –se dijo el loro–. "¿Rica papa!..." ¿Qué será
eso?... "¡Buen día, Pedrito!"
El loro hablaba siempre así, como todos los loros, mezclando las
palabras sin ton ni son, y a veces costaba entenderlo. Y como era muy curioso,
fue bajando de rama en rama, hasta acercarse. Entonces vio que aquellas dos
luces verdes eran los ojos de un tigre que estaba agachado, mirándolo
fijamente.
Pero Pedrito estaba tan contento con el lindo día, que no tuvo ningún
miedo.
–¡Buen día, tigre! –le dijo–. "¡La pata, Pedrito!..."
Y el tigre, con esa voz terriblemente ronca que tiene, le respondió:
–¡Buen día!
–¡Buen día, tigre! –repitió el loro–. "¡Rica papa!... ¡Rica
papa!... ¡Rica papa!"
Y decía tantas veces "¡Rica papa!" porque ya eran las cuatro
de la tarde, y tenía muchas ganas de tomar té con leche. El loro se había
olvidado de que los bichos del monte no toman té con leche, y por esto convidó
al tigre.
–¡Rico té con leche! –le dijo–. "¡Buen día, Pedrito!" ¿Quieres
tomar té con leche conmigo, amigo tigre?
Pero el tigre se puso furioso porque creyó que el loro se reía de él y,
además, como tenía a su vez hambre, se quiso comer al pájaro hablador. Así que
le contestó:
–¡Bueno ¡Acércate un poco, que soy sordo!
El tigre no era sordo; lo que quería era que Pedrito se acercara mucho
para agarrarlo de un zarpazo. Pero el loro no pensaba sino en el gusto que
tendrían en la casa cuando él se presentara a tomar té con leche con aquel
magnífico amigo. Y voló hasta otra rama más cerca del suelo.
–¡Rica papa en casa! –repitió, gritando cuanto podía.
–¡Más cerca! No oigo –respondió el tigre con su voz ronca.
El loro se acercó un poco más y dijo:
–¡Rico té con leche!
–¡Más cerca todavía! –repitió el tigre.
El pobre loro se acerco aún más, y en ese momento el tigre dio un
terrible salto, tan alto como una casa, y alcanzó con la punta de las uñas a
Pedrito. No alcanzó a matarlo, pero le arrancó todas las plumas del lomo y la
cola entera. No le quedó una sola pluma en la cola...
–¡Toma! –rugió el tigre–. Anda a tomar té con leche...
El loro, gritando de dolor y de miedo, se fue volando, pero no podía
volar bien, porque le faltaba la cola, que es como timón de los pájaros. Volaba
cayéndose en el aire de un lado para otro, y todos los pájaros que lo
encontraban se alejaban asustados de aquel bicho raro.
Por fin pudo llegar a la casa, y lo primero que hizo fue mirarse en el
espejo de la cocinera. ¡Pobre Pedrito! Era el pájaro más raro y más feo que
puede darse, todo pelado, todo rabón y temblando de frío. ¿Cómo iba a
presentarse en el comedor con esa figura? Voló entonces hasta el hueco que
había en el tronco de un eucalipto y que era como una cueva, y se escondió en
el fondo, tiritando de frío y de vergüenza.
Pero, entretanto, en el comedor todos extrañaban su ausencia.
–¿Dónde estará Pedrito? –decían. Y llamaban: –¡Pedrito! ¡Rica papa,
Pedrito! ¡Té con leche, Pedrito!
Pero Pedrito no se movía de su cueva, ni respondía nada, mudo y quieto.
Lo buscaron por todas partes, pero el loro no apareció. Todos creyeron entonces
que Pedrito había muerto, y los chicos se echaron a llorar.
Todas las tardes, a la hora del té, se acordaban siempre del loro, y
recordaban también cuánto le gustaba comer pan mojado en té con leche. ¡Pobre,
Pedrito! Nunca más lo verían porque había muerto.
Pero Pedrito no había muerto, sino que continuaba en su cueva sin
dejarse ver por nadie, porque sentía mucha vergüenza de verse pelado como un
ratón. De noche bajaba a comer y subía en seguida. De madrugada descendía de
nuevo, muy ligero, e iba a mirarse en el espejo de la cocinera, siempre muy
triste porque las plumas tardaban mucho en crecer.
Hasta que por fin un día, o una tarde, la familia sentada a la mesa, a
la hora del té, vio entrar a Pedrito muy tranquilo, balanceándose como si nada
hubiera pasado. Todos se querían morir, morir de gusto cuando lo vieron bien
vivo y con lindísimas plumas.
–¡Pedrito, lorito! –le decían–. ¿Qué te pasó, Pedrito? ¡Qué plumas
brillantes que tiene el lorito!
Pero no sabían que eran plumas nuevas, y Pedrito, muy serio, no decía
tampoco una palabra. No hacía sino comer pan mojado en té con la leche. Pero lo
que es hablar, ni una sola palabra.
Por esto, el dueño de casa se sorprendió mucho cuando a la mañana
siguiente el loro fue volando a pararse en su hombro, charlando como un loco.
En dos minutos le contó lo que le había pasado: un paseo al Paraguay, su
encuentro con el tigre, y lo demás; y concluía cada cuento cantando.
–¡Ni una pluma en la cola de Pedrito! ¡Ni una pluma! ¡Ni una pluma!
Y lo invitó a ir a cazar al tigre entre los dos.
El dueño de casa, que precisamente iba en ese momento a comprar una piel
de tigre que le hacía falta para la estufa, quedó muy contento de poderla tener
gratis. Y volviendo a entrar en la casa para tomar la escopeta, emprendió junto
con Pedrito el viaje al Paraguay. Convinieron en que cuando Pedrito viera al
tigre lo distraería charlando para que el hombre pudiera acercarse despacito
con la escopeta.
Y así pasó. El loro, sentado en una rama del árbol, charlaba y charlaba,
mirando al mismo tiempo a todos lados, para ver si veía al tigre. Y por fin
sintió un ruido de ramas partidas, y vio de repente debajo del árbol dos luces
verdes fijas en él: eran los ojos del tigre.
Entonces el loro se puso a gritar:
–¡Lindo día...! "¡Rica papa!... ¡Rico té con leche!" ¿Quieres
té con leche?...
El tigre, enojadísimo al reconocer a aquel loro pelado y que él creía
haber muerto, y que tenía otra vez lindísimas plumas, juró que esa vez no se le
escaparía, y de sus ojos brotaron dos rayos de ira cuando respondió con su voz
ronca:
–¡Acércate más! ¡Soy sordo!
El loro voló a otra rama más próxima, siempre charlando:
–"¡Rico pan con leche! ... ¡Está al pie de este árbol!"...
Al oír estas últimas palabras, el tigre lanzó un rugido y se levantó de
un salto.
–¿Con quién estás hablando? –bramó–. ¿A quién le has dicho que estoy al
pie de este árbol?
–¡A nadie, a nadie! – gritó el loro–. "¡Buen día, Pedrito!... ¡La
pata, lorito!"
Y seguía charlando y saltando de rama en rama, y acercándose. Pero él
había dicho: Está al pie de este árbol para avisarle al hombre, que se iba
arrimando bien agachado y con la escopeta al hombro.
Y llegó un momento en que el loro no pudo acercarse más, porque si no,
caía en la boca del tigre, y entonces gritó:
–"¡Rica papa!..." ¡Atención!
–¡Más cerca aún! –rugió el tigre, agachándose para saltar.
–"¡Rico té con leche!" ¡Cuidado va a saltar!
Y el tigre saltó, en efecto. Dio un enorme salto, que el loro evitó
lanzándose al mismo tiempo como una flecha en el aire. Pero también en ese
mismo instante el hombre, que tenía el cañón de la escopeta recostado contra el
tronco para hacer bien la puntería, apretó el gatillo, y nueve balines del
tamaño de un garbanzo cada uno entraron como un rayo en el corazón del tigre,
que, lanzando un bramido que hizo temblar el monte entero, cayó muerto.
Pero el loro, ¡qué gritos de alegría daba! ¡Estaba loco de contento,
porque se había vengado –¡y bien vengado!– del feísimo animal que le había
sacado las plumas!
El hombre estaba también muy contento, porque matar a un tigre es cosa
difícil, y, además, tenía la piel para la estufa del comedor.
Cuando llegaron a la casa, todos supieron por qué Pedrito había estado
tanto tiempo oculto en el hueco del árbol, y todos lo felicitaron por la hazaña
que había hecho.
Vivieron en adelante muy contentos. Pero el loro no se olvidaba de lo
que le había hecho el tigre, y todas las tardes, cuando entraba en el comedor
para tomar té, se acercaba siempre a la piel del tigre, tendida delante de la
estufa, y lo invitaba a tomar té con leche.
–¡Rica papa!... –le decía–. ¿Quieres té con leche?... ¡La papa para el
tigre!... Y todos se morían de risa. Y Pedrito también.
martes, 29 de abril de 2014
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