jueves, 31 de julio de 2014

El carro del dios Sol





Faetón entró en el resplandeciente palacio y se dirigió hacia el salón del trono. Al llegar se detuvo en el umbral, cegado por el brillo de Helios, el dios Sol, quien vestido de púrpura, se encontraba sentado en su trono de esmeraldas.
—Acércate, hijo mío —dijo Helios, el dios Sol. ¿Qué te trae ante tu padre?
—preguntó Helios con dulzura.
—Vengo en busca de la verdad. ¿Es cierto que yo soy tu hijo? —Respondió Faetón ––. Los muchachos en la escuela se ríen de mí y me dicen que no lo soy, pero mi madre siempre me ha dicho que mi padre es el Sol.
— Climena tiene razón —dijo Helios—. La ninfa Climena tuvo un hijo mío, y ese eres tú. Para probártelo te daré lo que me pidas. Lo juro por Estigio, el río de las promesas solemnes.
—Padre, solo tengo un deseo. Quiero hacer lo que tú haces cada mañana. Quiero conducir yo solo tu carro de fuego a través de los cielos para convertir así la noche en día.
— ¡Oh, no! ––exclamó Helios—. ¡Eso no te lo puedo permitir!
—Pero me lo prometiste...
— ¡Hablé con demasiada temeridad! ¡Quieran los dioses dejarme retirar mi promesa!
— ¡Ya es demasiado tarde, padre! —respondió Faetón.
—¡Sin  embargo,  este  es  el  único  deseo  que  no  puedo  concederte,  hijo  mío!  Es  un  viaje  demasiado peligroso  y  ¡ni  siquiera  Júpiter,  el  más  grande  de  los  dioses,  puede  conducir  mis  caballos  alados, henchidos de fuego! […]
Faetón solo le sonreía.
—Sé que podré hacer lo que tú haces, padre ––le respondió.
––Al menos escucha mi consejo. Mantente en el camino del medio. ¡No vires hacia el lado! No vayas ni muy alto ni muy bajo, porque tanto el Cielo como la Tierra necesitan la misma cantidad de calor. Si subes mucho, quemarás el Cielo, y si desciendes demasiado, quemarás la Tierra...

— ¡Así lo haré, padre! —gritó Faetón tomando las riendas con orgullo, mientras los caballos relinchaban y pateaban el suelo. Súbitamente los caballos arrancaron hacia el espacio infinito. El carro era tan liviano que se bamboleaba para uno y otro lado. Los caballos se asustaron y galoparon más rápidamente, hasta  que  sobrepasaron  la  velocidad  del  viento  este.  Faetón tiraba  con  fuerza  de  las  riendas,  pero no podía detenerlos. Enloquecido miraba alrededor, pero no podía ver las huellas de las ruedas; ¡los caballos habían abandonado el camino trillado!
Cuando Faetón miró hacia abajo y se dio cuenta de la distancia que lo separaba de la Tierra, se sintió enfermo de pánico vio la Tierra abrasada en llamas. Todo ardía como calentado al rojo vivo: los desiertos, las lagunas de los bosques y las fuentes. Todos en la Tierra trataban de escapar del gran incendio; los dioses de las profundidades e incluso las ninfas en sus cavernas del fondo del mar sentían el calor abrasador.
La Madre Tierra trataba de protegerse la frente mientras se estremecía casi agónica. Rodeada de llamas y dirigiéndose a Júpiter, el más grande de los dioses, gritó:
—¡Lanza  tu  brillante  rayo  ahora  y  termina  con  este  fuego  mortal causado por Faetón! Júpiter,  que  había  quedado  hipnotizado  al  ver  cómo  las  llamas lamían el mundo, se sacudió cuando vio a la Madre Tierra cercana a la muerte. Hizo retumbar un trueno y luego, extrayendo un rayo gigantesco de su frente, lo lanzó a través del espacio. La centella golpeó  el  carro  del  sol,  destrozándole  ruedas  y  radios  y Faetón  se  desplomó  desde  los  cielos.  Durante  un largo día lloró el Sol a su hijo. Cuando Júpiter fue a visitar al dios Sol, lo encontró sentado en su trono de  esmeraldas,  con  la  cabeza  inclinada,  inmóvil y  apesadumbrada.  Entonces  Júpiter  ordenó  a Helios  levantar  la  cabeza  y  responder  por qué  no  había  guiado  el  carro  de  oro.  El dios Sol movió la cabeza hacia otro lado.
— ¡Levántate, Helios! —tronó Júpiter. ¡No te culpes más por la muerte de tu hijo! ¡Tienes que cumplir con tu trabajo! ¡El mundo está esperándote!
El dios Sol exhaló un profundo suspiro y luego se levantó lentamente  de  su  trono.  Temblando  de  pena,  salió  a paso lento del palacio. Sollozando,  Helios  montó  en  su  brillante  carro de  oro,  y  se  colocó  en  la  frente  la  corona de  resplandecientes  rayos  de  sol;  aquella misma que Faetón había usado. Luego, las diosas Horas uncieron los cuatro corceles alados con tintineantes arneses; y estos, en cuanto el dios Sol tomó firmemente las  riendas  y  las  hizo  chasquear,  se lanzaron  al  infinito  y  soleado  cielo azul.

Mary Pope Osborne, Mitos griegos
(Torre de Papel)